Del mismo modo que pensar
en cosas agradables nos ayuda a sentirnos mejor, el hecho de fijar nuestra
atención en las cosas positivas de las personas también hace que mejore nuestra
relación con ellas. Un ejemplo muy claro de que las cosas son así es el
enamoramiento. Cuando nos enamoramos vemos solamente las cosas positivas del
otro o la otra, y por eso durante las primeras etapas de una relación todo nos
parece tan maravilloso. Sin embargo, con el paso del tiempo empiezan a surgir
las primeras desavenencias cuando, a medida que vamos conociendo a nuestra
pareja, nos damos cuenta de que hay cosas en ella que no nos gustan tanto.
Estas diferencias pueden tener poca importancia, pero pueden acabar
convirtiéndose en más significativas si en lugar de seguir fijándonos en todo
lo que verdaderamente nos atrae de ella no dejamos de pensar en lo que nos
desagrada.
En todas nuestras
relaciones ocurre lo mismo. Cuando en una persona, por el motivo que sea,
encontramos cosas que nos desagradan o incluso nos molestan o irritan, éstas se
acaban convirtiendo en el único objeto de nuestra atención cuando nos
relacionamos con ella. Cuando la tenemos delante sólo tenemos presente aquello
que nos disgusta y olvidamos que, además de esta característica concreta, esa
persona tiene muchas otras que también forman parte de ella y que muy
posiblemente consideraríamos positivas.
Es evidente que hay
personas a las que podemos evitar por la sencilla razón de que no nos sentimos
a gusto a su lado, pero cuando se trata de personas cercanas, sobre todo de
nuestra propia familia, esta solución no sirve de mucho. Por eso, si lo
deseamos, podemos mejorar nuestra relación con ellas sencillamente viéndolas de
otra forma. Si se trata de nuestra pareja podemos intentar recordar qué fue lo
que nos atrajo de ella cuando la conocimos. Es posible que algunas cosas hayan
cambiado, pero seguramente habrá otras que seguirán siendo las mismas. Por otro
lado, quizás con el tiempo haya desarrollado alguna nueva que también nos
parezca positiva. Obviamente hacer esto no cambiará a nadie, y tampoco es ese
el objetivo, pero al fin y al cabo de lo que se trata es de que nosotros nos
sintamos mejor y de que nuestra relación fluya de la mejor manera. El simple
hecho de que nuestro estado emocional mejore cuando nos encontramos delante de
ella hará que también nuestras reacciones a sus actitudes y acciones varíen, y
eso indudablemente se notaré también en su manera de relacionarse con nosotros.
También en el caso de los
hijos, cuando nos fijamos en las cosas que no nos gusta ver en ellos es cuando
más las vemos. Como sucede con las demás personas, el comportamiento que evocamos
en ellos tiene mucho que ver con nosotros mismos. Aunque parezca imposible, el
hecho de que nos preocupemos tanto por ellos y los tengamos siempre presentes
en nuestro pensamiento hace que precisamente nuestra influencia sea aún más
fuerte. De algún modo, sin darnos cuenta estamos “llamando al mal tiempo” cada
vez que ya suponemos cómo reaccionará o cómo se “portará”. Sin saberlo estamos
prejuzgando su comportamiento antes de que se produzca, porque estamos tan
acostumbrados a que las cosas sean de una forma determinada que estamos seguros
de que continuarán siendo igual. Así, nuestra actitud hacia ellos ya es
distinta de la que tendríamos si no tuviéramos en cuenta todas sus reacciones y
comportamientos anteriores, y eso hace que les hablemos con un tono de voz
distinto, que tengamos menos paciencia y que cosas aparentemente de poca
importancia se acaben convirtiendo en grandes problemas porque se repiten día
tras día (como por ejemplo que no recojan su habitación o no quiten su plato de
la mesa).
Si no fijáramos nuestra
atención en el comportamiento que nos desagrada repitiéndolo frecuentemente en
nuestros pensamientos, hablando de él con otras personas y preocupándonos de
forma constante, no estaríamos contribuyendo a que siempre se repitiera de la misma
manera. Si cuando pensamos en nuestros hijos nos fijamos en lo que deseamos ver
en lugar de en lo que no deseamos ver, poco a poco empezaremos a apreciarlo, ya
que en realidad lo que ellos quieren es sentirse valorados. Si nos relacionamos
con ellos en un estado de frustración, rabia, miedo o preocupación, evocaremos
en ellos el comportamiento que no deseamos. Si, en cambio, lo hacemos con
apreciación, entusiasmo y amor, ellos reaccionarán comportándose de la misma
forma.
Nada cambia de un día
para otro, y todo es cuestión de práctica, pero vale la pena un esfuerzo de
este tipo por las grandes satisfacciones y beneficios que comporta. Si tienes
hijos recuerda siempre que no vinieron al mundo para complacerte a ti, del
mismo modo que tú no viniste al mundo para complacer a tus padres. A menudo
olvidamos que muchas de las cosas que les pedimos para ellos no tienen ningún
sentido ni importancia y por eso les cuesta tanto hacerlas. La mayoría de veces
somos nosotros quienes esperamos que las cosas sean o se hagan de una
determinada manera sencillamente porque nos gusta así o, incluso, porque
aprendimos que debían ser de ese modo y no podían ser de otro.
En el fondo, problemas
verdaderamente graves con los hijos no hay tantos. Generalmente se reducen a
una falta de obediencia cuando se les pide que hagan algo. Pero parémonos a
pensar un momento: en una persona adulta ¿no se valora muy positivamente que
viva su vida de forma independiente y que tenga una personalidad que no se
doblegue según lo que piense o haga la mayoría sólo para quedar bien? ¡Pues eso
mismo es lo que hacen los niños y niñas cuando empiezan a mostrar signos de
rebeldía! Se están afirmando como personas y no encuentran justo tener que
hacer las cosas sólo porque se las diga alguien, por adulto que sea. Algunos de
ellos tienen una personalidad más fuerte ya desde los primeros años de vida y
parece que les guste llevar la contraria; otros empiezan a mostrarlo en la
pre-adolescencia, cuando empiezan a darse cuenta de que no son una prolongación
de sus padres. Y finalmente, están los que no se muestran rebeldes hasta la
“temida” adolescencia, que sinceramente y contrariamente a lo que piensa mucha
gente, creo que es una de las etapas más maravillosas de la vida, precisamente
porque es la primera oportunidad que tenemos de cuestionarnos si estamos de
acuerdo o no con todo lo que las personas que nos han educado nos han
transmitido sobre nosotros mismos y el mundo que nos rodea. ¡Por fin podemos
empezar a decidir y pensar por nosotros mismos! ¿Por qué padres y maestros
“sufren” tanto y consideran esta rebeldía tan “negativa”? Pues sencillamente
porque ya no pueden controlar a sus hijos o alumnos y hacerlos ir por donde
ellos quieren, y porque ahora todo lo que dicen ya ha dejado de ser la única
verdad “absoluta”… ¡Y esto cuesta de aceptar! Como ya he dicho antes, si la
actitud con la que se trata a los adolescentes también fuera de apreciación,
valoración y respeto, seguramente no habría tantos desacuerdos y esta etapa de
la vida dejaría de verse tan negativamente.
Así pues, sean cuales
sean nuestras relaciones, éstas dependen de nosotros más de lo que creemos. El
hecho de ver sólo las cosas “positivas” del otro no hace que seamos menos
realistas ni que le estemos ensalzando sin motivo. En realidad somos nosotros
los primeros que nos beneficiamos de ello, ya que esto repercute directamente
en cómo nos sentimos. Además, si nuestra relación mejora ¡ambas partes salimos
ganando!
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